Predicaba un gilito en su convento
y, para comenzar, buscó al intento,
de la Escritura Santa en los lugares,
el texto que aquí va de los Cantares
en latín anotado,
y repitió en romance, acalorado:
-¡Qué hermosas son tus tetas, oh mi hermana,
oh mi esposa! ¡Mejor hueles que el vino!
Así hablaba a su amante soberana
Salomón, lleno del amor divino.
Luego que expuso el amoroso texto,
escondió bajo el hábito las manos
y siguió su sermón diciendo: -Hermanos,
¿ hasta qué extremo habrá de llegar esto?
Un lego que, calada la capilla,
del púlpito en la angosta escalerilla
sentado, al reverendo acompañaba
y el sermón escuchaba,
díjole en tono bajo:
-No se tenga las manos ahí debajo,
padre; sáquelas fuera prontamente,
porque quizás sospechará la gente
al ver su acción y oyendo cómo empieza,
hasta qué extremo ha de llegar la pieza.
Oyólo el fraile y luego
las manos saca y sigue predicando;
pero, entre tanto, el lego
(o porque, el verde texto recordando,
sintió el vicio en sus partes exaltarse,
o porque no quería ocioso
estarse mientras se predicaba)
pensó lo mismo hacer que sospechaba
al principio del fraile reverendo,
con su negocio el tiempo entreteniendo.
A este fin, colocado en la escalera,
puso el hábito en hueco bien afuera,
las manos ocultando;
y, su cumplido miembro enarbolando,
empezó su recreo,
mas, porque no pudiese algún meneo,
de un modo involuntario,
su fuego descubrir extraordinario,
siempre que se encogía o empujaba
o algún suspiro el gusto le arrancaba,
ponía su semblante compungido
diciendo: -¡Ay, Dios, y cómo te he ofendido!
Al tiempo que la empresa concluía,
el glutinoso humor que despedía,
ardiente como fuego,
en los ojos cayó de un pobre ciego
que escuchaba el sermón allí debajo
y exclamó: -¡ Jesucristo, y qué gargajo
me has echado, que pega cual jalea!
¿ No ven que estoy aquí? ¡Maldito sea
y ciego como yo quede del todo
quien sin mirar escupe de ese modo!