Cierta viuda, joven y devota,
cuyo nombre se sabe y no se anota,
padecía de escrúpulos, de suerte
que a veces la ponían a la muerte.
Un día que se hallaba acometida
de este mal que acababa con su vida,
confesarse dispuso,
y dijo al confesor: -Padre, me acuso
de que ayer, porque soy muy guluzmera,
sin acordarme de que viernes era,
quité del pico a un tordo que mantengo,
jugando, un cañamón que le había dado
y me lo comí yo. Por tal pecado
sobresaltada la conciencia tengo
y no hallo a mi dolor consuelo alguno,
al recordar que quebranté el ayuno.
Díjola el padre: -Hija,
no con melindres venga
ni por vanos escrúpulos se aflija,
cuando tal vez otros pecados tenga.
Entonces, la devota de mi historia,
después de haber revuelto su memoria,
dijo: -Pues es verdad: la otra mañana
me gozó un fraile de tan buena gana
que, en un momento, con las bragas caídas,
once descargas me tiró seguidas
y, porque está algo gordo el pobrecillo,
se fatigó un poquillo
y se fue con la pena
de no haber completado la docena.
Oyendo semejante desparpajo
el cura un brinco dio, soltó dos coces,
y salió por la iglesia dando voces
y diciendo: -i Carajo!
i Echarla once, y no seguir por gordo!
¡ Eso sí es cañamón, y no el del tordo!