Salió muy de mañana
a oír misa en la iglesia más cercana
una vieja ochentona
de vista intercadente y voz temblona.
A la del Hospital se dirigía
porque junto vivía,
llevando por no haber amanecido,
de una vela encendido
el cabo en su linterna,
cosa bien útil, aunque no moderna.
Dejémosla que siga su camino
y vamos a contar lo que el destino
le tenía guardado. El día antes
los mozos practicantes
del Hospital cortaron con destreza,
en la disecación, la enorme pieza
de un soldado difunto
y para mantenerla en todo el punto
de su hermoso tamaño,
con un cañón de estaño
la llenaron de viento;
en seguida el pellejo al instrumento
con un torzal ataron
al corte, y como nuevo le dejaron.
Jugaron luego al mingo
con él, y cada cual daba un respingo
cuando se lo tiraban
los unos a los otros que allí estaban,
siendo de tal diablura
objeto su grandísima tiesura.
Después que se cansaron,
a la calle arrojaron
de su fiesta el prolífico instrumento;
y aquí vuelve mi cuento
a buscar a la vieja, que con prisa
por la calle pasó para ir a misa.
No precisa el autor de aquesta historia
si tropezó en la tiesa caniloria
o en otra cosa; pero sí nos dice
que la vieja infelice,
por ir apresurada,
dio en la calle tan fuerte costalada
que se desolló el cutis de una pierna,
y, por el golpe rota la linterna,
perdió el cabo de vela y se vio a oscuras;
¡ causa un porrazo muchas desventuras!
La pobre, al fin, se levantó diciendo:
-¡ Ah, Satanás maldito, ya te entiendo:
mas no te bastarán tus tentaciones
para que pierda yo mis devociones!
Entre tanto, tentaba
el empedrado, por si el cabo hallaba,
y tal fortuna tuvo
que al poco tiempo que buscando
anduvo, dio con la erguida pieza del soldado,
y al cogerla exclamó: -¡ Dios sea loado!
Como no había allí dónde encenderla,
tuvo en la faltriquera que meterla y,
a la iglesia sus pasos dirigiendo,
llegó cuando la puerta iban abriendo.
Oyó misa, y entró en la sacristía
para encender su cabo;
acercóle a una luz que en ella ardía,
pero el maldito nabo
dio con la llama tal chisporroteo
que apagó aquella vela.
La vieja, al ver frustrado su deseo,
al sacristán apela
para que le encendiese;
él le tomó, ignorando lo que fuese,
y le arrimó a la luz de otra bujía;
mas, como chispeaba y nunca ardía,
de la vela a la llama
le examina y exclama:
-¡ Cuerpo de Cristo! ¡ Qué feroz pepino!
Tómelo, hermana, usté, que tendrá tino
para saber lo que con él se hace,
que yo no enciendo velas de esta clase.
Atónita la vieja, entonces mira
con atención al cabo, y más se admira
que el sacristán, diciendo:
-En cincuenta y tres años que siguiendo
estuve la carrera
de moza de portal y de tercera,
no vi un cirio tan tieso y tan soplado.
¡ Quién en sus tiempos se lo hubiera hallado!