Mi triste rostro riego
de ardiente lloro en incesable río:
perdona a un flaco y ciego;
pequé: pecar es mío,
y es tuyo perdonar, Dios blando y pío.
Que siempre te has preciado
más que de ser inmenso, omnipotente
autor de lo creado,
de perdonar clemente
al que a tu seno torna y se arrepiente.
No hay madre que así al niño
único y débil que a sus pechos cría
con tan tierno cariño
mime, regale, engría,
a é1 sólo consagrada noche y día:
Y llena de desvelo,
en el nido cubriendo con süave
ala al dulce polluelo,
tan solícita el ave,
tan tierna y amorosa ser no sabe;
como tú al hombre, cuando
deja sus vicios y sus obras malas,
dulce, amoroso, blando,
le acoges, le regalas,
y cubres con la sombra de tus alas.
Ve, Señor, cuánto peno,
y que es el vicio mi mayor desgracia:
sácame de este cieno;
sienta yo de tu gracia
la poderosa súbita eficacia.
A salvarse no basta
el débil, flaco, miserable humano,
a sí dejado; y hasta
que tú me des la mano,
siento todo mi esfuerzo salir vano.
Tan fácil a la muerte
corro, y de tu ley santa me desvío,
que, para no ofenderte,
a mi libre albedrío
quisiera renunciar, Salvador mío.
¡Cuántas veces propuso
mi arrepentido corazón la enmienda!
Mas la fuerza del uso,
más que de error la venda,
presto me obliga a que otra vez te ofenda.
Tú, refulgente faro,
la sombra ahuyenta de mi noche densa,
y haz que la que hoy declaro
sea la última ofensa
que haga, Señor, a tu bondad inmensa.
A Dios
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