¡Al fin te miro, oh del divino Sancio
cuadro sublime, ni al Tabor segundo,
Pasmo, no de Sicilia, mas del mundo;
donde rendido al humanal cansancio,
se ve doblar en tierra la rodilla
al Dios de quien espántase el profundo
y a quien la suya el querubín humilla!
¡Ved al peso doblarse del madero
al que sustenta el universo entero:
asida o dura piedra la sagrada
y creadora diestra omnipotente
que sacó las estrellas de la nada:
de espina punzadora
ved coronada la divina frente
que a los cielos suspensos enamora!
Allí la amante madre congojada,
Por Juan y Magdalena sostenida,
Con sus brazos abiertos le convida
Y le envía ternísima mirada:
¿Qué corazón tan duro no se apiada
y se derrite en llanto
al ver, oh madre, tan atroz quebranto?
Esta es aquella dolorosa espada
que a tu materno pecho
el inspirado Simëón predijo:
este el tormento insano
que acibaró a tu amor desde temprano
la gloria de ser madre de tal hijo.
Mas no miro, oh Jesús, dolor terreno
en tu rostro sereno;
y claro muestra tu mirar divino
que si las agrias postrimeras heces
del hondo cáliz del dolor apuras,
voluntario padeces,
y que eres aquel Dios que al mundo vino
a salvar a sus tristes criaturas.
Mas tú, ¿cómo pudiste, ángel de Urbino,
copiar así el semblante, fiel traslado,
vivo espejo del Padre enamorado?
solo tu alma podría
de un Dios interpretarnos la agonía;
y como si, doliente
pío testigo entre la cruda gente,
el sublime holocausto hubieras visto,
nos representas el dolor de Cristo.
Do quier se mira respirar la escena,
de tanta vida y movimiento llena,
que hasta parece a quien, al ver tan rara
verdad, se indigna y se estremece y llora,
que la memoria fiel la retratara
y no la fantasía creadora.
Ni grito o voces a los labios pido,
que en cada rostro da tu viva tabla
más la expresión a las miradas habla
que hablaran las palabras al oído.
(1850)