Un día así he visto. Un día largo, en la monotonía de su simplicidad.
Modesta cabaña de barro y de caña.
Barro y caña apelotonados, presurosamente, para una estadía pasajera.
Un chico a caballo. El canto de un gallo.
Fue boyero también el viejo; y el chico será lo que el padre. En cuanto al gallo, es el doméstico correspondiente del chajá lagunero.
Es de mañanita.
La seria carreta de bolsas repleta.
(Dinero que vendrá de la venta, o dinero que se fue en gastos, de cosecha).
Tirada por vieja boyada pareja.
Único haber fijo.
El sol que se asoma por sobre una loma. Un pavo que se hincha. El zaino relincha.
Cosas de la mañana. El patio mezquino, que despierta, en la indiferencia del kilométrico rastrojo.
Los árboles tiernos parecen enfermos, en convalescencia de escasa potencia.
Seis sauces, cuatro paraísos y diez duraznos, plantados hace dos años y candidatos a ser pisoteados por futuro rodeo. En espera de ese destino, son por ahora el meadero de la perrada.
Las cuatro gallinas se han hecho ladinas, a fuerza de ayuno.
(Antes eran más, pero las comieron).
El gallo, que es uno, las lleva al galpón, en tren de malón.
Y si las pilla el viejo, las cascotea de lo lindo, mientras disparan, atoradas de cloqueos.
Los chanchos que hozan y todo destrozan, se bañan, con patos, en charcos mulatos.
Cada cual eructa a su manera, gozándose en la inmundicia.
No hay más que decir. Techo de zinc, lienzos medio podridos, troja desvencijada. En fin, fue y volverá a ser un pedazo de pampa.
Pero el mismo rancho, los mismos animales, plantas y casas, se desparraman sobre la tierra fértil del gran llano.
Son la riqueza del país.
La seria carreta de bolsas repleta.
No he hecho una descripción poética; lo cual no impide que este día sea tan humano como el día de la coronación de Jorge V, rey de Inglaterra y emperador de las Indias.
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«La porteña», 1915.