Carmen a Rafael
Hoy que santo deber de ti me aparta,
perdona, dulce dueño de mi vida,
si a los fríos renglones de una carta
confío mi postrera despedida.
No es bien que verte mi valor presuma:
huyo tu vista, es consejo sabio
que te declare la valiente pluma
lo que jamás te declarara el labio.
No pienses, Rafael, que poco cueste
a la mísera Carmen su partida,
y sin la fuerza del favor celeste
nunca pudiera ser por mí cumplida,
¡Cuánto tiempo fue inútil mi porfía
y mi resolución ha sido vana!
Y la aurora al rayar de cada día,
débil pensaba: partiré mañana!
Así he vivido, ¡ay triste! un año entero
de vano esfuerzo, de incesante lucha:
¡cuánto el combate y mi dolor fue fiero,
sólo el cielo lo sabe que me escucha!
Y si al fin pude merecer la palma
en un combate tan reñido y fuerte,
siento que queda destrozada el alma
y herido siento el corazón de muerte.
Como tal vez, por arrancar la bala
de su profunda dolorosa herida,
victorioso guerrero luego exhala
el aliento postrero de la vida;
así yo, que arranqué de lo profundo
del alma enferma mi pasión funesta,
conozco que mi esfuerzo sin segundo
la vida misma, aunque triunfé, me cuesta.
Sangre mi pecho desgarrado llora,
y de tan fuerte red al desasirme,
aún siento, aún siento vacilar ahora
la voluntad que imaginé tan firme:
aún me seduce la costumbre ciega,
y a tus caricias renunciar me espanta
ya para siempre, y a mover se niega
trémulos pasos la cobarde planta,
pero ¡qué dudo! mi vergüenza es harta
en que tanto durara la pelea:
hoy sin más dilación, fuerza es que parta;
sí, partiré: pues ha de ser, hoy sea.
Mas, si es fuerza dejarte pesaroso,
no aumenten tu pesar los crudos celos:
no por hombre te dejo, que mi esposo
es el rey de la tierra y de los cielos.
Sólo por Dios te dejo, y entretanto
que recorra estas líneas tu mirada,
ceñirá mi cabeza el velo santo,
en santo monasterio refugiada;
donde de Dios a la clemencia pida
con lastimado corazón contrito,
mientras durare mi doliente vida,
perdón de mi feísimo delito;
Donde con yerbas mi hambre satisfaga
Y sea mi descanso el suelo duro,
y hecha por los cilicios viva llaga,
pague la carne su deleite impuro.
¡Oh paciencia de Dios! seis largos años,
hecho Luzbel de nuestras almas dueño,
del adulterio en los mortales daños,
hemos dormido de la muerte el sueño.
Sí; fue Luzbel quien con astuta traza
cubrió de flores tan inmundo cieno,
y del amor en la dorada taza
beber nos hizo su mortal veneno.
Pero al fin el Señor de mí apiadado,
desvaneciendo el infernal hechizo,
la horrenda enormidad de su pecado
al ciego corazón conocer hizo.
Y al escuchar en el sagrado templo
de Dios un día la eficaz palabra
de castigo ofrecer terrible ejemplo,
al fin es fuerza que los ojos abra.
Desde entonces el alma no ha tenido
un instante siquiera de reposo,
y ni la santa voz daba al olvido
ni quebrantaba el lazo poderoso.
Juzga cuál fue mi miserable estado,
cuando al remordimiento dando abrigo
a la vez que al amor, no me era dado
ni sin ti ser dichosa, ni contigo.
Por eso me mirabas pensativa
y tu alegría me encontraba triste,
y a tu caricia más ardiente y viva
con mudo lloro responder me viste.
¡Ay! cada noche, mientras tú a mi lado
del sueño disfrutabas el sosiego,
a mi despierto espíritu espantado
presente estaba del Infierno el fuego.
Me mantenía sin cesar despierta
mortal espanto hasta la aurora fría,
quedar temiendo entre tus brazos muerta,
si al sueño un sólo instante me rendía.
¡Cuántas veces al vil cómplice lecho
con perfecta ilusión mis tristes ojos
catre de llamas le miraron hecho,
donde ardían de entrambos los despojos!
Y ya sentía al celestial castigo
raudo bajar, cual repentino trueno,
sobre ese lecho adúltero que abrigo
daba en mis brazos al esposo ajeno.
Mas otras veces, con serena frente,
cual casto esposo lisonjero y blando,
al mismo hijo de Dios miré presente,
el alma a sus deleites convidando.
Y una guirnalda de inmortales rosas
del celeste jardín, y el blanco velo
que guarda a sus castísimas esposas
a ceñirme bajaba desde el cielo.
Piensa pues cuánto fue mi desatino,
juzga y comprende de mi amor lo inmenso,
cuando entre el amor tuyo y el divino
estuvo así mi corazón suspenso.
Y pues tanto tardé en poner por obra
mi santo pensamiento, a tu amor baste,
como a mí culpa y mi vergüenza sobra,
que vencido no fuiste sin contraste.
A Dios piadoso mi plegaria envío
por que tu corazón de fuerzas arme,
para que sufras el tormento impío
que quisiera a mí sola reservarme.
Su pura gracia sobre ti descienda;
él te separe de la errada vía,
tu paso encaminando por la senda
que a la ventura celestial nos guía.
Tan noble corazón no es bien que ande
por donde va la pecadora plebe:
es digna de salvarse tu alma grande
y de derecho a la virtud se debe.
Haz que, si llega alguna vez tu nombre
a resonar al solitario oído,
dulce nueva me lleve de que el hombre
único a quien amé, no va perdido.
¡Qué consuelo llevara a mi retiro,
si supiera de ti que al soberano
eterno bien aspiras a que aspiro,
y al mundo fementido das de mano!
Esto a Aquel que los ánimos gobierna
suplicará mi labio noche y día,
de tu ventura y salvación eterna
ansiosa aún más que de la propia mía:
Por que de nuevo en la feliz morada
de los gozos perennes y supremos
nos junte pura e inmortal lazada,
y en el Señor sin culpa nos amemos.
¡Cuál mi dolor será, si en el postrero
jüicio estamos en opuestos lados,
si de Dios por el fallo justiciero
somos ¡ay! para siempre separados!
Y aunque entonces a Sión alce mi vuelo,
volveré atrás el rostro para verte,
y entre los gozos que me brinde el cielo
me afligirá tu infortunada suerte.
Y si el alma en el cielo no se olvida
de cuanto en este mundo hemos amado,
ni allá podrá mi dicha ser cumplida,
si te extrañan mis ojos a mi lado.
Rafael a Carmen
Desde que me dejaste, y a mi lado
ya no me es dado a cada instante verte,
sin ti viviendo estoy, desesperado,
una vida más triste que la muerte.
Me espanta cada interminable día
que he de pasar sin ti, desde que empieza:
¡Qué existencia ¡ay de mí! va a ser la mía,
privada de tu amor y tu belleza!
¿Y un día y otro día igual me espera?
¿Y un mes tras otro mes, y año tras año?
¿Y habré así de pasar la vida entera
en tal ausencia y en dolor tamaño?
Tan espantosa negra perspectiva
a contemplar el alma se resiste:
¡venga al punto la muerte compasiva
vida a cortar tan solitaria y triste!
De tu partida a la terrible idea,
que infernal sueño me parece, siento
que mi razón se rinde y titubea,
vencida del rigor de mi tormento.
¡Ah! si supieras, alma mía, cuánto
es mi dolor y, cuando el mundo duerme,
me contemplaras de profundo llanto
en mares encendidos deshacerme;
Si me pudieras ver desesperado
en el desierto lecho silencioso,
revolverme del uno al otro lado
sin encontrar alivio ni reposo;
si lamentar me oyeras mi abandono
en ese lecho que por ti ser pudo
del placer y el amor ayer el trono
y tumba es hoy, de tu belleza viudo;
aunque tuvieses las entrañas fieras
de dura roca o de inflexible acero,
pronto a mis brazos con amor volvieras
al contemplar que por tu causa muero.
Vuelve ya, ingrata, vuelve, vida mía,
mira que es cierto que me estoy muriendo;
la vida sin tu dulce compañía
y a mí mismo sin ti no me comprendo.
¿Cómo tan dulces, tan antiguos lazos
romper pudiste de tan fiero modo,
y partir de improviso en dos pedazos
lo que ya no formaba sino un todo?
No en unión más estrecha conceptúo
que son entrambos ojos un sentido,
y que dos voces que confunde el dúo
son una voz al encantado oído.
Una vez y otra leo el fatal pliego,
y aún no sé si a mis propios ojos crea:
¿y es verdad que me dejas? ¡aún no llego
a creer, oh mi bien, que verdad sea!
Y todo me parece un sueño horrendo
del que en fin es forzoso que despierte,
y a la dichosa realidad volviendo,
de nuevo espero entre mis brazos verte.
Cuando el día fatal de tu partida
volví, tras breve ausencia, al hogar nuestro,
se apoderó del alma estremecida
presentimiento súbito y siniestro.
Y comencé, no viéndote, a buscarte
y te llamé con angustiadas voces,
y toda hasta la más oculta parte
la casa recorrí con pies veloces.
Y en las estancias solas y calladas,
otra vez recorridas y otras ciento,
resonaban tan sólo mis pisadas
y el eco triste de mi triste acento.
Y a nuestra estancia entrando nuevamente,
al fin es fuerza que la vista advierta
la fatal carta que a la incierta mente
convence que era su desdicha cierta.
¡Y era ese, oh Carmen, el tenaz secreto
que en vano averiguaba mi porfía,
cuando a la voz de mi cariño inquieto
tu silencio o tu llanto respondía!
¡Ah! no pretendas entender ni esperes
la extraña pena, cual ninguna viva,
que sintiendo, al leer tus caracteres,
en lo hondo yo de las entrañas iba.
Sentí a cada palabra, a cada frase
escrita por tu mano despiadada,
como si el corazón me atravesase,
de parte a parte, tajadora espada.
Nada cerrar tan enconada herida
puede: la hallará el tiempo siempre nueva,
mientras durare la doliente vida,
el solitario corazón la lleva:
parece que ciñera sus espiras
en torno al corazón ágil serpiente,
y que tal vez con repentinas iras
en él clavara venenoso diente.
No, no es posible que el Señor reciba
el vano sacrificio que le has hecho;
estaba en mí tu libertad cautiva,
tú no tenías sobre ti derecho.
Porque tú no eras tuya, sino mía,
como yo no era mío, tuyo era:
¡y pudiste dejarme! yo no habría
sido capaz de ingratitud tan fiera.
Me dejas, Carmen, por lograr la palma
de la virtud y el premio sempiterno,
¡y yo por ti cien veces diera el alma
al inmortal suplicio del Infierno!
Aunque, ¿qué importan penas infinitas
y gozo celestial y glorias altas?
Hay cielo para mí donde tú habitas,
infierno hay para mí donde tú faltas.
¡Nada hay en el Infierno que me espante,
si hemos de estar entre su fuego ardiente,
cual vio a Paolo y a Francesca Dante,
abrazados los dos eternamente!
¡Ay! al leer ese sublime canto
juntos los dos: De las eternas llamas,
clamó tu dulce labio, no me espanto,
si allá te amo, oh mi bien, y si allá me amas.
Así dijiste, y a tu voz sentime
rey de los siglos y señor del hado,
al ver, oh Carmen, por tu amor sublime
el mío tan fielmente retratado.
¡Ah! pronto, tú también arrepentida,
sentirás renacer tu amor potente,
que un amor como el nuestro no se olvida,
e invocarás mi nombre vanamente.
Maldecirás aquel fatal momento
de olvido, de ilusión y de demencia
en que en la prisión negra de un convento
para siempre enterraste tu existencia.
Y entre los cantos del postrado coro
de las vírgenes castas, a tu oído
tan claro sonará mi «yo te adoro»,
cual por mi labio entonces repetido.
Tan viva ante el altar, tan verdadera
será por ti mi imagen contemplada,
cual si yo mismo a interponerme fuera
entre el rostro de Cristo y tu mirada.
No te valdrá ni penitente ayuno,
si del azote las sonantes cuerdas;
mi recuerdo, ofreciéndose importuno,
tan dura penitencia hará que pierdas.
Mas no pienses que oculto monasterio
de mi amor implacable te liberta;
romperé tu violento cautiverio,
derribaré la usurpadora puerta.
No habrá santo lugar do te asilares
que contra mi furor no sea vano,
y hasta del mismo pie de los altares
te arrancará, te arrancará mi mano.
Que ya de un todo estoy desesperado,
nada en la tierra ni en los cielos temo,
si habrá horror de sacrílego atentado
que me acobarde en mi delirio extremo.
Rafael a Carmen
Un año presto hará de tu partida,
que cual siglo ha pasado lentamente,
si hay año o siglo que las horas mida
al que vivió de tu beldad ausente.
Viendo que eran en vano los papeles
que mi delirio me dictó sin cuento,
de dolor casi loco, los dinteles
nunca, dejaba del fatal convento.
Verte imploraba entre las dobles rejas
y un instante siquiera hablar contigo,
para que oyeras mis dolientes quejas
y de tanto dolor fueses testigo.
Imaginar, imaginar no puedes
los dardos que mi pecho atravesaban,
cuando sorda te hallé cual las paredes
que del mundo y de mí te separaban.
Aquí de todo la memoria pierdo:
turbome el juicio mi dolor profundo,
y en triste lecho mi primer recuerdo
me encuentra por tu culpa moribundo.
Larga fue y dolorosa mi agonía;
y yo, sin esperanzas ya de verte,
esperaba mi fin con alegría;
pero triunfó la vida de la muerte.
Apenas vivo, me arrancó de Lima
de fiel amigo la piedad fraterna,
creyendo que aliviara ajeno clima
el mal del cuerpo, y la pasión interna.
Mas no tan presto cual los otros males
el hondo mal del corazón se calma:
cesaron mis dolencias corporales,
mas no hallé nunca la salud del alma.
Nada distraer pudo un pecho ajeno
eternamente a cuanto tú no seas,
e indiferente y aún de hastío lleno
contemplé las grandezas europeas.
Mujeres vi que proclamaba bellas
como deidades la asombrada gente;
mas deslustraba la hermosura de ellas
tu sola imagen sin cesar presente.
En vano, en vano mi mirada amante
otras hermosas encontrar procura,
y para mí tu cuerpo y tu semblante
único tipo son de la hermosura.
La mujer más hermosa y hechicera
nada al alma me dice ni al sentido
cual si tu sexo para mí estuviera
a ti tan sólo, oh Carmen, reducido.
Siempre te amé, sin que del hombre vario
la ley universal me comprendiera,
como amaba en el mundo solitario
el primer hombre o la mujer primera.
¡Oh tormento perpetuo y desmedido!
¡Amarte tanto e imposible verte!
¡Y no esperar conformidad ni olvido
ni siquiera en el seno de la muerte!
¡Sentir que en cualquier parte donde fuera,
en la tierra, en el cielo, en el abismo,
mi amor sería siempre y donde quiera
la más íntima parte de mí mismo!
Mas ya estoy libre: nuestro amor no huella
la ley divina, ni la ley del hombre
ahora que duerme en el sepulcro aquella
que sólo tuvo de mi esposa el nombre.
Ve que Dios mismo nuestra unión ordena,
haciendo ahora con bondad piadosa
que rota quede mi nupcial cadena
antes que seas su inmortal esposa.
Viendo mi amor y que menguar no puede,
(¡por tan alta piedad sea bendito!)
cual rival generoso, a mí te cede
y me da poseerte sin delito.
Ya queda nuestro amor santificado
y elevado a sublime sacramento:
ya vivir puedes con tu amante amado
sin sentir ni causar remordimiento.
¡Cuán felices seremos! nuestra vida,
aquella vida de perenne encanto,
se verá renovada o excedida,
convertido el amor en deber santo.
Te llamará la sociedad mi esposa,
y te verás de todos respetada;
pero, si Lima ya te fuere odiosa,
fijarás donde quieras tu morada.
Lejos de un mundo vano o importuno,
nos dará asilo solitaria aldea,
do no te pueda conocer ninguno,
y el uno al otro su universo sea.
O iremos a vivir en el desierto
que me será contigo un paraíso:
yo habito el cielo por tu amor abierto,
el suelo no que indiferente piso.
O si conmigo visitar prefieres
el mundo que abandona mi navío,
por ti y contigo encontraré placeres
do sólo he hallado sin tu amor hastío.
¡Qué placer me será en tu compañía
visitar las ciudades y lugares
que me escucharon solitario un día
tu ausencia lamentar y mis pesares!
¡Cuántas horas pasadas nuevamente
en ese estrecho platicar süave,
el mismo siempre y siempre diferente,
que Amor con pocas voces variar sabe!
¡O en esas dulces pláticas calladas
en que, asomado a la pupila tersa,
con la lengua sin voz de las miradas
lo más secreto el corazón conversa!
Te contaré la dolorosa historia
de lo que ha sido sin tu amor mi vida,
y no será tormento su memoria,
si la miro por ti compadecida.
En la dicha de verte y escucharte
iguales lo futuro y lo pasado,
parezca el año que infeliz los parte
horrible sueño por Luzbel enviado:
sueño que hará más dulce todavía
la feliz realidad que le suceda,
como, tras noche tenebrosa, el día
su faz ostenta más serena y leda;
o cual más pura y halagüeña y grata
la luz del sol a las miradas brilla
de aquel que de los lazos se desata
de nocturna espantosa pesadilla.
Sal pues, oh Carmen, a abrazarme esposo,
deja presto tu cárcel; considera
que tú sola me hicieras venturoso
en esta y en la vida venidera.
Sólo A tu lado la virtud comprendo,
ser sola puedes mi adorada guía;
y de ti y de tu ejemplo careciendo,
me hallará impenitente la agonía.
A Dios de mi destino darás cuenta:
Salvarme o condenarme está en tu mano:
mi fe conforta, mi virtud sustenta,
no amor te mueva, mas deber cristiano.
Si tu salida mi esperanza premia,
será mi vida himno de gracias pío;
mas será sólo perennal blasfemia,
si te niegas, crüel, al ruego mío.
De ti privado, los dolores siento
que, en dos partida por etérea espada,
sintiera un alma, en el sin par tormento
de vivir de sí misma separada.
No hagas, tras esperanza tan ardiente,
no hagas que el más horrible desengaño
i desventura, y mi dolor aumente,
y crezca todavía mal tamaño.
¡Ah! si, los lazos que me ataban rotos,
a honesta dicha tu crueldad resiste,
si dar aún quieres los eternos votos,
si tan cambiada estás de lo que fuiste;
¡ah! si mi ruego gemidor se estrella,
cual mar en roca, en tu virtud de acero,
si no guarda tu pecho una centella,
si una centella del ardor primero;
¡ah! si la nave a quien vestir querría
las alas del amor y del deseo,
a tus brazos amantes no me guía
y a los vínculos santos de himeneo:
¡ese mar que se extiende tan sereno
se revuelva con súbita tormenta,
y me sepulte en su rabioso seno
antes que tanto desengaño sienta!
¡Oh! ¡si así fuera!... pero no, no cabe
tanto rigor en la crueldad humana:
rápida, vuela, perezosa nave,
que ser no puede mi esperanza vana.
Así el triste sus ansias escribía,
y de lenta acusaba
la nave voladora
que a los brazos de Carmen le llevaba:
¡Con qué viva alegría
rayar miraba cada nueva aurora,
de su llegada avecinando el día!
Todo, todo calmaba sus pesares;
¡para él el cielo de placer reía,
y ventura y amor le prometía
hasta la voz de los azules mares!
«Movida Carmen de mi ardiente ruego,
(así hablaba consigo, enamorado)
su sagrada prisión dejará presta,
y de nuevo a su lado
será mi vida perdurable fiesta:
y mayor la alegría tras la pena,
en la larga cadena
de mis felices años,
parezca el que he vivido en el destierro
de la beldad que adoro,
tosco eslabón de hierro
en real cadena de diamantes y oro».
Más no lo quiso la enemiga suerte,
enviándole tormenta, causadora
de muerte no, más de fatal demora
más triste que la muerte;
y bolló la patria orilla el desdichado
en la mañana, del siguiente día
de aquel en que ya había
de Carmen fenecido el noviciado.
Vuela a Lima, y el bruto que, cual dardo,
el camino devora,
herido por la espuela punzadora,
aún le parece a su impaciencia tardo;
y hasta le fuera lento
el vuelo de su mismo pensamiento.
Para al fin su fantástica carrera
en los santos umbrales del convento;
del jadeante corcel se precipita,
y, como a nadie viera,
llama y golpea con violenta mano,
cual si la puerta derribar quisiera:
tras un breve momento
le responde entreabriendo la portera:
«Dad a Carmen Ramírez al instante
ésta», le dice, y en sus manos pone
la carta que a dos vidas interesa:
«Carmen Ramírez» repitió la hermana,
»es ella en este instante quien profesa».
Desalado a la iglesia entonces corre,
de una curiosa muchedumbre llena,
donde, al compás del órgano sagrado
místico canto suena:
ya el ministro del ara
a la esposa de Cristo ministrara
en hostia breve, el alimento donde
Dios la tremenda majestad esconde
que en la anchurosa creación no cabe;
cantaba Carmen los eternos votos,
y escuchó Rafael el conocido
acento de esa voz que el más süave
canto fue siempre a su amoroso oído:
romper aquel espeso mar de gente
en un punto veloz su esfuerzo pudo,
y cuando ya del coro estuvo en frente
y miró a Carmen, le gritó «detente,
no pronuncies tus votos: ya soy viudo».
Tarde era ya: las sílabas finales
en los labios de Carmen resonaban
de las voces fatales
que por siempre del mundo la apartaban:
de Rafael a la presencia y voces
todo el concurso enmudeció suspenso;
todos quedan inmóviles de espanto,
y sin acción el sacerdote santo.
De rabia lleno y de furor inmenso,
a sacrílego exceso se arrojara
desesperado Rafael entonces,
si Carmen con dolor no le mirara.
¡Ay! ¡qué mirada aquélla!
¡Cuánto le dijo a Rafael en ella!
Bien mostraba su pálido semblante
de larga y cruda penitencia el sello;
nunca empero más bello
resplandeció a los ojos de su amante;
ni nunca enviaron sus celestes ojos
más dulce, más angélica mirada
que la que entones, en Rafael clavada,
calmó la tempestad de sus enojos.
Cual borrascoso mar, si el sol le mira
rompiendo nubes, se apacigua, luego,
así murió de Rafael la ira
ante aquel mudo y elocuente ruego.
Asidas de los hierros ambas palmas
y a ellos pegado el rostro, en Carmen fijo,
cuanto dicen las almas a las almas
con las miradas, Rafael le dijo:
al fin su pena reventó con llanto,
con sollozos y agudos alaridos,
en el silencio universal oídos
por toda la extensión del templo santo.
Cuantos aquella escena presenciaron
y a un hombre como un niño llorar vieron,
su dolor infinito comprendieron
y jamás de ese llanto se olvidaron.
Y era su duelo y su pasión tan fuerte,
tan fiera su congoja,
que sólo el llanto que sin tasa vierte
y esos sollozos que de lo hondo arroja
libertarle pudieron de la muerte.
También Carmen lloraba, y padecía
tormento aún más grave,
lo que ninguna voz decir podría,
lo que Dios sólo sabe.
Al fin las recobradas religiosas
tras espesas cortinas la ocultaron,
mientras a Rafael manos piadosas
exánime del templo le arrancaron.
Carmen a Rafael
¡Qué fue de mí, al oírte, de repente,
y de mi unión en el solemne instante
con mi esposo divino, al ver presente,
tras larga ausencia, a mi terreno amante!
¡Qué fue de mí, cuando escuché tu llanto
y tus gemidos de amargura llenos!
Nunca pecho mortal padeció tanto:
quizá tú mismo padeciste menos.
Luego al leer tus amorosas letras
que enternecieran a la más ingrata,
el alma con mil dardos me penetras,
y la memoria de otra edad me mata.
Celoso tuve a mi divino esposo,
con el recuerdo de un amor profano,
y el santo lazo pareciome odioso
que hizo que el tuyo se rompiera en vano.
Más en el polvo prosterné la frente,
mi ruego al cielo sin cesar implora;
y doblando el martirio penitente,
he salido de nuevo vencedora.
Y al fin el alma serenada y quieta,
fortalecida en el favor divino,
al fallo omnipotente se sujeta
hasta entender que cuanto fue convino:
hasta entender por fin que, ni siquiera
después de muerta la infeliz que en vida
tan vilmente ofendimos, ser debiera
nuestra unión por el cielo consentida.
Y aunque mi llanto sin cesar la expía,
aún le faltaba este dolor gigante
a esa unión tan adúltera e impía,
para que expiada fuera lo bastante.
Y es bien que el matrimonio Dios prohíba
a aquellos cuyo crimen lo adelanta
y que corrompen con unión lasciva
sus castos goces y su dicha santa.
Y con justo castigo determina
la suprema justicia rigorosa
negar a la que fue tu concubina
el santo nombre y el honor de esposa.
Dios empero aún amarte me consiente;
mas de humanas flaquezas acrisola
aquel amor antiguo delincuente,
y hoy en Dios te amo y con el alma sólo.
Te amo cual, sin corpóreas vestiduras,
se aman de Dios a la inmortal presencia
las vírgenes aladas criaturas
que sexo desigual no diferencia.
Con mayor perfección a ti me liga
cuanto amor cabe, puro, en alma humana,
y soy más para ti que casta amiga,
que santa madre, que inocente hermana.
Mi amor se ha convertido en un anhelo
de tu bien, tan continuo tan ardiente,
que para verte merecer el cielo
cien muertes padeciera alegremente.
Vuélvete a Dios, oh Rafael querido,
y dilo eterno al engañoso suelo;
por mí, por nuestro amor yo te lo pido,
dame, antes de morir, este consuelo.
Este mismo dolor que hoy te traspasa
te lleve a esa piedad consoladora
que a cuantos la buscaron dio sin tasa
los inmensos caudales que atesora.
Busca el consuelo allí do solamente
hallarle es dado al corazón humano,
ni des el agua de mezquina fuente
a sed que necesita un océano.
Si tanto aquí ansias el estar conmigo,
¿querrás de mí por siempre separarte?
Sigue la senda que te enseño y sigo
por que vayamos a lo misma parte.
Piensa, con alma a la partida presta,
que el mundo nos separa un día breve
y que del cielo la perenne fiesta
solemnizar nuestro himeneo debe.
Como aguarda pareja enamorada,
para estrechar el nudo suspirado,
que se acabe la espléndida morada
digno hospedaje de su nuevo estado;
así nosotros, desdeñando ahora
este mundo, esperemos veladores
que se abra la mansión merecedora
de acoger y premiar nuestros amores.
¿Y mi voz desoyeras? no, yo fío,
que presto Dios te arrancará al pecado,
condolido por fin del ruego mío,
y de tan gran conquista interesado.
Sin cesar me repite una esperanza
santa y secreta, cual de Dios promesa,
que aplaudirá mi celo tu mudanza
antes que baje a la callada huesa.
¡Pronto será! que como seca yerba
mi cuerpo muere, o como flor marchita:
ya llama Dios a su doliente sierva
y a la morada celestial la invita.
Tal vez me asalta un ímpeto violento
de súbito morir, que por ti domo:
alas inquietas en el alma siento
y en cada miembro perezoso plomo.
Parece que la triste prisionera
que ansia mayor de libertad acosa
sólo saber tu conversión espera
para romper su cárcel enojosa;
volando al mundo que en su seno santo
toda belleza y venturanza encierra
y que reúne para siempre cuanto
por breve tiempo separó la tierra.
Mis ruegos oye: merecer procura
esa mansión tan venturosa y bella,
para que pronto, de tu bien segura
vaya a esperarte, oh Rafael, en ella.
(1867)