La lluvia su monótona charla dice afuera.
La puerta de mi cuarto por fin está cerrada.
Quizás en esta noche no grite mi quimera
y goce del olvido profundo de la almohada.
¡Hace ya tanto tiempo que en reposar me empeño,
como si me turbara la fiebre del delito,
que mis ojos enclavo —de los que huyera el sueño—
en la siniestra esfinge del lúgubre infinito!
Mas hoy todos los seres me han parecido buenos,
el cielo azul brindome su calma vespertina,
y —libre de pecados y libre de venenos—
purifiqué mi cuerpo en agua cristalina.
Quiero la paz aquella de la primer mañana
cuando, en el seno de Eva, tranquilo e inocente,
Adán durmió, al arrullo de amor de la fontana,
ajeno a las promesas de la sutil serpiente.
Un nirvana sin término, letárgico y profundo,
en el que olvide todas mis dichas y mis males,
la secreta congoja de haber venido al mundo
a resolver enigmas y problemas fatales.
Ser del todo insensible como la dura piedra,
y no tallado en una doliente carne viva
de nervios y de músculos. O ser como la hiedra
que extiende sus tentáculos de manera instintiva.
No como el pobre bruto del llano y de la cumbre
sujeto a la ley ciega de inexorable sino,
que en sus miradas tiene la enorme pesadumbre
de todo aquel que encuentra muy bajo su destino.
Así gozar quisiera de imperturbable sueño
cuando la noche baja de los cielos lejanos.
Estrellas: derramadme vuestro letal beleño.
Arcángeles: mecedme con vuestras leves manos.
Para que mi mañana florezca como rosa
de mayo, exuberante de vida y de fragancia,
y la tierra contemple, jocunda y luminosa,
con los tranquilos ojos con que la ví en la infancia.