Salve sin fin, oh tú de los planetas
fúlgido diademado emperador,
que a girar obedientes los sujetas
de tu radiante trono en derredor.
Y a Júpiter, Saturno, Venus, Marte,
y a los demás que encadenó tu ley
vida y luz tu largueza les reparte,
cual a su corte poderoso rey.
Y vasallos los rápidos cometas
de tu dominio dilatado son,
y en elípticas órbitas inquietas
obedecen también a tu atracción.
Y sólo do se cansa la carrera
del que de ti más huye, allí el postrer
límite se alza y última frontera
de tu sublime imperio y tu poder.
Con noble orgullo y con mirar ufano,
de tus regios estados en mitad,
desde un confín a otro confín lejano
abarcas su encendida vastedad.
No empero gozas inmortal reposo;
el movimiento te abarcó también,
y en torno a tu eje tu girar radioso
los claros ojos de la Ciencia ven.
Y con los astros todos que presides,
te ven, del éter vasto por el mar,
a las estrellas del remoto Alcides,
como celeste flota, navegar.
¡Cuántas centurias de centurias, dime,
serán a tu alto vuelo menester
para que acabes viaje tan sublime,
y logres tanta inmensidad vencer!
Al columbrar de siglos el abismo
que en tan luenga jornada medirás,
el Cálculo desmaya, y el Guarismo
con espantado pie se vuelve atrás.
Di, ¿qué destino a ese celeste puerto,
qué misteriosa ley vas a cumplir?
Sábelo Aquel que rige el gran concierto,
y para quien ya fue lo porvenir!
Aquel que en ti velada nos envía
su luz, cuando circundas a tu faz
la corona imperial del Mediodía
que vence y ciega la pupila audaz.
Quien mira el rayo de tu lumbre viva
las negras sombras de la noche ve:
así no mira la Razón altiva
al Dios que adora la vendada Fe.
Te viste ardiente impenetrable velo
el brillo de tu faz deslumbrador,
como hace a Dios para el humano anhelo
invisible su propio resplandor.
Y aunque a Dios no comprenden nuestras mentes,
todo por él comprenden, bien así
como a ti mismo ver no nos consientes,
mas nada ver pudiéramos sin ti.
Alzo a vosotros reverentes palmas,
atónito y postrado ante los dos:
él, sol maravilloso de las almas,
tú, de los cuerpos refulgente dios.
Mas morir te contempla cada tarde,
y, si hoy renaces, feneciste ayer,
cuando él con rayos siempre iguales arde,
y ni un día le mira anochecer.
cien manchas en tu faz a Galileo
mostró el osado astrónomo cristal,
y fuera imaginarlas devaneo
en el glorioso Sol espiritual.
Y, si a los ojos débiles mortales
por ti vencidas con exceso son
las nocturnas lumbreras celestiales,
es tu triunfo vanísima ilusión!
Débil pupila, vasta lejanía
convierten en la azul inmensidad
estrella que o te vence o desafía
en punto de dudosa claridad.
Innumerables venturosos soles
son, que brillan con propio resplandor,
y de cien globos las opacas moles
les son cortejo, como a ti, de honor.
Quizá planeta de mayor sistema
los altos ojos del querub te ven,
y eres diamante de la gran diadema
que de más claro Sol orna la sien.
Y en sistema más vasto, ni siquiera
planeta, mas satélite serás;
y, siendo ya planeta el que sol era,
te vas oscureciendo más y más.
Por ley quizá que el universo ordena,
es cada gran sistema un eslabón
de una sola vastísima cadena
que envuelve la insondable creación.
Y en tan sublime aterrador conjunto
que da a la humana mente frenesí,
te quedas breve luminoso punto,
tú a quien antes tan grande concebí.
Pero el monarca y creador del mundo,
de quien eres imagen tan infiel,
ni igual conoce ni tendrá segundo,
y es vana sombra el universo ante él.
Y tú, y cuanto divisa la mirada
o alcanza nuestra mente a imaginar
en los abismos de su seno nada,
como nadas del éter en el mar.
En vano por edades infinitas,
sin que faltaras una sola vez,
en la infancia del día resucitas
y renaces del año en la niñez.
Al fin vendrá la noche postrimera
que no siga del alba el arrebol,
y el invierno vendrá sin primavera
en que por siempre morirás, oh Sol.
De los orbes la inmensa arquitectura
en tu eterna rüina arrastrarás:
mas no a Aquel de quien eres sombra oscura
morir verá la Eternidad jamás.
(1864)