Comenzaba el otoño. El sol caía
como broquel de fuego tras la espalda
del áspera montaña. Una alquería
blanca, del cerro en la aromosa falda,
era mi albergue, que ceñían en torno
un huerto al pie y dos parras por guirnalda.
Los que engendró en la fiebre del bochorno
agrios frutos la tierra, eran a octubre
miel sazonada y primoroso adorno.