Señor, Señor, el pueblo que te adora,
bajo el peso oprimido
de tu cólera santa, gime y llora.
Ya no hay más resistir: la débil caña
que fácil va y se mece
cuando sus alas bate el manso viento,
se sacude, se quiebra, desparece
al recio soplo de huracán...

¿Y eres tú Dios? ¿A quién podré quejarme?
inebriado en tu gloria y poderío.
¡ver el dolor que me devora impío
y la mirada de piedad negarme!

Manda alzar otra vez por consolarme
la grave losa del sepulcro frío,
y restituye, oh Dios, al seno mío...