Señor, Señor, el pueblo que te adora,
bajo el peso oprimido
de tu cólera santa, gime y llora.
Ya no hay más resistir: la débil caña
que fácil va y se mece
cuando sus alas bate el manso viento,
se sacude, se quiebra, desparece
al recio soplo de huracán violento.
Así tu ira, Señor, bajo las formas
de asoladora peste y hambre y guerra,
se derramó por la infeliz España,
y aquella que llenó toda la tierra
con hazañas tan dignas de memoria,
en sus débiles hombros ya ni puede
sostener el cadáver de su gloria;
y la que, un tiempo, Reina se decía
de uno y otro hemisferio,
y vio besar su planta, y pedir leyes
a los pueblos humildes y a los reyes,
llora cual una esclava en cautiverio.
¿Y en medio a tantos males,
olvidas tus cuidados paternales,
olvidas tu piedad, y hasta nos robas
la más dulce esperanza
en la amable Princesa,
dechado de virtud y de belleza?...
¡Oh memorable día
aquel en que la grande Barcelona,
saltando el noble pecho de alegría,
y ufana y orgullosa
al verse de sus reyes visitada,
vio la mar espumosa
besar su alta muralla,
y deponer después sobre su playa,
ante el inmenso pueblo que esperaba,
el precioso tesoro
que la bella Parténope mandaba!
Y entre las salvas y festivos vivas,
la augusta joven pisa ya la tierra,
que devota, algún día,
reina, señora y madre le diría.
Ni se sacian los ojos de mirarla,
y nadie puede verla sin amarla.
Llena de noble agrado, y apacible
y fácil y accesible,
siembra amor por doquier. Llega y conquista.
Todos los corazones son ya suyos...
Malograda Princesa,
no has muerto sin reinar. Un pueblo entero
libre te ha obedecido;
que quien ama obedece,
y sólo amor merece
lo que no puede el oro ni el acero.
¿Dó están las esperanzas, madre España,
las altas esperanzas que formaste,
cuando las bellas ramas
de un mismo excelso tronco entrelazaste?
¿Dó los tiempos pimpollos
que el tálamo real brotar debiera,
por cuyas venas la gloriosa sangre
del domador de Nápoles corriera;
que de su gloria y nombres herederos,
y a la sombra del trono
del grande Carlos y la amable Luisa,
crecieran, se elevaran
y feliz perpetuaran
la sucesión de reyes piadosos,
benéficos y bravos y guerreros
y padres de la patria verdaderos?
¿Dó, España, fueron tus ardientes votos,
que ante el altar postrada,
la noble faz bañada
en lágrimas de gozo,
en día tan dichoso
al cielo religiosa dirigiste?
Señor, ensordeciste
a su clamor, y a su llorar cegaste,
y los ojos tornaste
llenos de indignación: tembló la tierra,
y los cielos temblaron;
todos los elementos cruda guerra
entre sí concitaron;
rómpese el aire en rayos encendido;
retumba en torno el trueno estrepitoso,
el viento enfurecido
silba, conturba el mar; y las escuadras
en su arduo combatir van y se chocan,
ciegas se mezclan, se destrozan luego,
y al fondo de la mar de sangre y fuego,
como la piedra, bajan, desparecen.
Todos, todos perecen
confundidos, sin gloria y sin venganza;
y tu ira sólo triunfa. Después llamas
al ángel de la muerte, y le señalas
la digna primogénita de Iberia.
Él se alza, y reverente,
velada de temor su faz gloriosa
con las brillantes alas,
te oye y ciñe la espada reluciente,
del Egipto a los hijos ominosa,
de su sangre aún teñida,
y vuela a obedecerte...
Hiere, y cae la víctima inocente,
víctima de expiación de tus pecados,
España delincuente,
y herida cae de aquella misma espada,
con que una infiel nación fue castigada;
que al Todopoderoso
es altamente odioso,
quizá más que el infiel, su pueblo ingrato.
En tanto ya los males y dolores,
soldados indolentes, que militan
bajo el pendón sombrío de la muerte,
volteando en torno de la real cabeza
una tan cara vida amenazaron.
Sus ojos se anublaron,
sobre sus labios la sonrisa muere,
y se sienta la pálida tristeza
en los ojos, que fueron
el trono del amor y de las gracias;
y su pecho, en que ardía
la viva y casta llama de Fernando,
se fatiga, se oprime... Un mismo día
ha visto nuestra dicha
nacer, crecer, morir; y fue la noche
de tan alegre día
la noche de la tumba oscura y fría.
En vano ¡ay!, cuán en vano
agotó el arte humano
su saber, su poder... El alto cielo
su decreto de muerte dio... y el ángel
libertador de Isaac retardó el vuelo.
Cumana Profetisa
que desde tu honda y misteriosa cueva,
de furor agitada,
y en éxtasis sublime enajenada,
oráculos terribles revelaste,
¿por qué no levantaste
de la tumba, do yaces tantos siglos,
la venerable frente,
y la sagrada lengua desatando,
por qué no presentaste
los imperios caídos,
y los cetros rompidos
sobre el sepulcro triste y pavoroso?,
y ¿por qué no turbaste
el gozo de tu Nápoles, (cantando
el funeral destino que arrastraba
a las playas ibéricas su hija),
cuando fió a las olas
la reina de las gentes españolas?
Y el luto de tu patria o nunca fuera,
o, ya previsto mal, menos le hiriera.
Y tú que, ya cortados
los lazos que te unían
al trono y a la vida y a Fernando,
y tu esfuerzo a los cielos contenían,
te elevaste segura,
cual llama hermosa y pura,
del pábulo terrestre desprendida;
ve la mísera España
al extremo dolor abandonada
el real manto rugado,
la negra cabellera deslazada,
y ceñida la frente
de jacinto al ciprés entrelazado,
gemir sobre tu losa. Y los gemidos
su hija América oyendo también gime,
y triste y desolada
así suelta la voz apesarada:
«¡Oh!, ¡qué improviso golpe
mi herido corazón de nuevo hiere!...,
vi el monstruo de la guerra
ya en el antiguo mundo no cabiendo,
nadar, romper los mares tormentosos;
y a su terrible aspecto, a su bramido
espavorida retemblar mi tierra;
y vi la planta impura
del ínfido Bretón y codicioso,
en presencia del cielo,
manchar mi casto y religioso suelo;
vi mis campos talados,
vi profanar mis templos, mis altares,
vi mis hijos morir... ¡hijos amados!,
por su patria, su rey, su Dios armados;
cuyas manos valientes
sólo al morir soltaron el acero
bañado en sangre y gloria, único alivio
de esta viuda infeliz... ¡Carlos!, mis hijos
murieron ¡ay!, no mueran sin venganza;
que si vencer los fuertes no pudieron,
lidiar al menos y morir supieron».
Suspende, amada patria, tus querellas.
Sígueme, que en las alas
del rayo impetuosas,
cual la reina del aire,
me lanzo a las mansiones venturosas.
Las puertas eternales de improviso
se abrieron... ¿Oyes el armonioso,
arrebatado canto
que en torno suena del cordero santo?,
¿y entre el sublime y resonante coro,
cuál se alza fervorosa
de Antonia la oración, y cuál ofrece
su juventud, su vida, su martirio,
por los males del pueblo que ama tanto?
Ve ya del trono santo
bajar entre inefables resplandores
la mirada de paz, y el rayo ardiente
caerse de la diestra omnipotente.
Y tú, alado ministro de venganza,
tú que segaste en flor nuestra esperanza,
ve a decir a los pueblos enemigos
que la ira celestial se ha serenado;
que ya el Señor nos llama sus amigos,
que él solo nuestra fuerza quebrantaba,
que hoy su poder conforta nuestro brazo.
Di que tiemblen, que somos invencibles,
y que el León ibero,
la su crespa melena
erizada, ya rota la cadena,
rugirá; y al rugido
huyendo el insular precipitado
por sus ingratas olas,
el gran tridente soltará usurpado
en las tendidas playas españolas.