Fiesta en el hogar había,
y me diste, esposa mía,
tu perfumado pañuelo,
que lo guardo con anhelo,
perfumado todavía.
Largo tiempo ha transcurrido,
desde que, dando al olvido,
toda mundana ventura,
te hundiste en la sepultura,
dulce tesoro perdido.
¿Vives en alguna parte?
¿He de volver a mirarte?
¿En dónde?... ¿Cómo?... Lo dudo.
¡Ah, tal vez la muerte pudo
para siempre aniquilarte!...
Sumido en hondo pesar,
cansado de meditar
en arcano tan sombrío,
saco el pañuelo, bien mío;
lo saco para llorar...
Pero, apenas desplegado,
me enseña que no ha menguado
la esencia que en él pusiste...
¿Será emblema de que existe
lo que juzgo aniquilado?
Sí, porque cuando el olor
percibo, sin ver la flor,
también mi espíritu siente
que me ilumina tu mente,
que me acaricia tu amor.
Y el Cielo me dice: Mira,
el alma que se retira
del cuerpo no se consume:
es un divino perfume
que, muerta la flor, no expira.