¿Quién te verá, ciudad de manzanilla,
amorosa ciudad, la ciudad más esbelta,
que encima de una torre llevas puesto: Sevilla?
Dolor a rienda suelta:
la ciudad de cristal se empaña, cruje.
Un tormentoso toro da una vuelta
al horizonte y al silencio, y muge.
Detrás del toro, al borde de su ruina,
la ciudad que viviera
bajo una cabellera de mujer soleada,
sobre una perfumada cabellera,
la ciudad cristalina
yace pisoteada.
Una bota terrible de alemanes poblada
hunde su marca en el jazmín ligero,
pesa sobre el naranjo aleteante:
y pesa y hunde su talón grosero
un general de vino desgarrado,
de lengua pegajosa y vacilante,
de bigotes de alambre groseramente astado.
Mirad, oíd: mordiscos en las rejas,
cepos contra las manos,
horrores reluciendo por las cejas,
luto en las azoteas, muerte en los sevillanos.
Cólera contenida por los gestos,
carne despedazada ante la soga,
y lágrimas ocultas en los tiestos,
en las roncas guitarras donde un pueblo se ahoga.
Un clamor de oprimidos,
de huesos que exaspera la cadena,
de tendones talados, demolidos
por un cuchillo siervo de una hiena.
Se nubló la azucena,
la airosa maravilla:
patíbulos y cárceles degüellan los gemidos,
la juventud, el aire de Sevilla.
Amordazado el ruiseñor, desierto
el arrayán, el día deshonrado,
tembloroso el cancel, el patio muerto
y el surtidos, en medio, degollado.
¿Qué son las sevillanas
de claridad radiante y penumbrosa?
Mantillas mustias, mustias porcelanas
violadas a la orilla de la fosa.
Con angustia y claveles oprime sus ventanas
la población de abril. La cal se altera
eclipsada con rojo zumo humano.
Guadalquivir, Guadalquivir, espera:
¡no te lleves a tanto sevillano!