En el sucio rincón de una taberna
fría y desmantelada,
semejante a una lóbrega caverna,
Jorge, el más distinguido camarada,
una noche lluviosa nos decía
furioso, hecho una sopa:
«Tres meses ha que a la adorada mía
le juré no tomarme ni una copa.
Ella, en cambio, postrándose de hinojos,
con un amor profundo,
jurome, por las niñas de sus ojos,
serme fiel y constante en este mundo.
Y esta noche, Dios mío! en qué apretura
me he visto y en qué potro!
A esa mujer, a quien soñé tan pura,
la he encontrado besándose con otro!
Mas, no importa; vosotros, compañeros,
que sabéis que yo pago
la infamia, como pocos caballeros,
mi juramento cumpliré: ¡Ni un trago!»
Y al decir esto, en su pestaña rubia,
brilló una gota clara,
una gota, que luego fue una lluvia,
que rodó largo tiempo por su cara!
Y era verdad: en más de treinta días
no habíamos logrado,
en todas nuestras tristes alegrías,
hacer beber al noble enamorado.
Mas, de pronto, el buen Jorge, irguiose altivo
diose un golpe en la frente
y exclamó, —a su pesar— «¿Para qué vivo?
Si ella mintió… salud! Dadme… aguardiente!»
La copa alzó, brindó por el dios Baco,
lanzó una carcajada…
y rodó, por el suelo, como un saco
rígido y mustio el joven camarada.
Grande fue la sorpresa… En un momento
estuvo en nuestros brazos;
al ver tal explosión de sentimiento
en aquel corazón, hecho pedazos,
—¡Un médico!— gritamos; por ventura
un médico pasaba,
entró, tocole el pulso con premura
y en tanto que a su faz, ínfulas daba,
exclamó alegremente: —«Esto no es cosa!
Nada!... Pobre muchacho!
Que le traigan café, mientras reposa,
y lo dejen dormir. Está borracho!—»