Una Pumé, la Hija de un Cacique Yaruro,
fue conmigo una noche, por las tierras
verdes, que hacen un río de verdura
entre el azul del Arauca y el azul del Meta.
Entre los gamelotes
nos echamos al suelo, coronados de yerbas
y allí, en mis brazos, casi se me murió de amores
cuando le dije la Parábola
del volcán y las siete estrellas.
Quiero recordar un poco
aquella hora inmortal entre mis horas buenas:
Sobre la sabana los cocuyos
eran más que en el cielo las estrellas,
no había luna, pero estaba claro todo,
no sé si eras mi alma que alumbraba a la noche
o la noche que la alumbraba a ella;
estábamos ceñidos y hablábamos y el beso
y la palabra estaban empapados de promesas
y un soplo de mastranto ponía en las narices
ese amor primitivo del caballo y la yegua.
Ella me contaba historias
de su nación, leyenda
que se pierden entre los siglos
como raíces en la tierra,
pero de pronto me cayó en los brazos
y estaba urgente y mía, coronada de yerbas,
cuando le dije la Parábola
del volcán y las siete estrellas.
Fue en el momento en que evocamos
al Orinoco de las Fuentes, al Orinoco de las Selvas,
al Orinoco de los saltos,
al de la erizada cabellera
que en la Fuente se alisa sus cabellos
y en Maipures se despeina;
y luego hablamos del Orinoco ancho,
el de Caicara que abanica la tierra,
y el del Torno y el Infierno
que al agua dulce junta un mal humor de piedras,
y ella quedó colgada de mis labios,
como Palabra de carne que hiciera vivo el Poema,
porque le dije, amigos, mi Parábola,
la Parábola del Orinoco,
la Parábola del Volcán y las Siete Estrellas.
Y fue así: La Parima era un volcán,
pero era al mismo tiempo un refugio de estrellas.
Por las mañanas, los luceros del cielo
se metían por su cráter,
y dormían todo el día en el centro de la Tierra.
Por las tardes, al llegar la noche,
el volcán vomitaba su brasero de estrellas
y quedaban prendidos en el cielo los astros
para llover de nuevo cuando el alba viniera.
Y un día llegó el primer llanto del Indio;
en la mañana del descubrimiento,
saltando de la proa de la carabela,
y del cielo de la raza en derrota
cayó al volcán la primera estrella;
otro día llegó la piedad del Evangelio
y del costado de Jesucristo, evaporada la tristeza,
cristalina de martirio e impetuosa de Conquista,
cayó la segunda estrella.
Después, recién nacida la Libertad,
en su primera hora de caminar por América,
desde los ojos de la República
cayó al volcán la lágrima de la tercera estrella.
Más tarde, en el Ocaso del primer balbuceo,
en el día rojo de La Puerta,
nevado del hielo mismo de la Muerte
cayó el diamante de la cuarta estrella;
Y en la mañana de la Ley,
cuando la antorcha de Angostura chisporroteó sobre la guerra,
despabilada de las luces mortales,
sobre el volcán cayó la quinta estrella.
Y en la noche del Delirio,
desprendida de Casacoima, Profetisa de la Tiniebla,
salida de la voluntad inmanente de Vivir,
estrella de los Magos, cayó la sexta estrella.
Y un día, en el día de los días, en Carabobo,
bajo el Sol de los soles, voló de la propia cabeza
del Hombre de cabeza estrellada como los cielos
y en el volcán de la Parima cayó la última estrella.
Pero ese mismo día
sobre la boca del volcán puso su mano la Tiniebla
y el cráter enmudeció para siempre
y las estrellas se quedaron en las entrañas de la Tierra.
Y allí fue una pugna de luz,
una lucha de mundos, un universo en guerra;
y en los costados de su tumba,
horadaban poco a poco su cauce las siete estrellas;
que si no iban hacia el cielo
se desbastaban con sus picos la trayectoria de las piedras.
Hasta que llegó una noche
en que rotos los músculos del gran pecho de tierra,
saltó de sus abismos, cayó en una cascada,
se abrió paso en la erizada floresta,
siguió el surco de las bajantes vírgenes,
torció hacia el Norte, solemnizado de selvas,
bramó en la convulsión de los saltos,
y se explayó por fin, de aguas serenas,
con la nariz tentada de una sed de llanuras,
hacia el Oriente de los sueños
el Orinoco de las Siete Estrellas.