Europa se ha prendido, se ha incendiado:
de Rusia a España va, de extremo a extremo,
el incendio que lleva enarbolado,
con un furor, un ímpetu supremo.
Cabalgan sus hogueras,
trota su lumbre arrolladoramente,
arroja sus flotantes y cálidas banderas,
sus victoriosas llamas sobre el triste occidente.
Purifica, penetra en las ciudades,
alumbra, sopla, da en los rascacielos,
empuja las estatuas, muerde, aventa:
arden inmensidades
de edificios podridos como leves pañuelos,
cesa la noche, el día se acrecienta.
Cruza un gran tormenta
de aeroplanos y anhelos.
Se propaga la sombra de Lenin, se propaga,
avanza enrojecida por los hielos,
inunda estepas, salta serranías,
recoge, cierra, besa toda llaga,
aplasta las miserias y las melancolías.
Es como un sol que eclipsa las tinieblas lunares,
es como un corazón que se extiende y absorbe,
que se despliega igual que el coral de los mares
en bandadas de sangre a todo el orbe.
Es un olor que alegra los olfatos
y una canción que halla sus ecos en las minas.
España sueña llena de retratos
de Lenin entre hogueras matutinas.
Bajo un diluvio de hombres extinguidos,
España se defiende
con un soldado ardiendo de toda podredumbre.
Y por los Pirineos ofendidos
alza sus llamas, sus hogueras tiende
para estrechar con Rusia los cercos de la lumbre.