Hace algunas horas que ha nacido; es uno de los seres más jóvenes del universo.
Es el más hermoso: su naricilla apenas se ve.
Es el más fuerte; temblamos en su presencia, y apenas nos atrevemos a tocarle.
Ha nacido y ha llorado; ¡admirable lección, fenómeno extraordinario!
Ha bostezado después: ¡inteligencia profunda!
Mamá, reuniendo todas sus energías, ha sabido expresar en un solo gesto los gestos dispersos de la humanidad.
Desde que él vino al mundo, el mundo es otro.
Un soplo de primavera refresca las cosas, reanima las marchitas flores y renueva el cielo.
Él ha salido a la vida, y ha explicado la vida.
Ha abierto los ojos, y ha creado la luz.
Ahora comprendo lo que ha resistido a los esfuerzos de los filósofos.
He descubierto que los hombres son buenos, que los crímenes más infames no lo son sino en apariencia.
Sólo el bien existe.
La realidad es buena; la realidad es feliz.
El mal y la desesperación no son más que impaciencia.
Todo marcha; todo se arreglará.
Mi hijo, promesa infinita, duerme; él salvará a los desgraciados.
El es el niño-Dios; los Reyes Magos contemplan su sagrado sueño.
Una probabilidad virgen ha entrado en la tierra.
Yo no soy quien la ha traído, no somos quienes la hemos traído.
No existo, no existimos desde que él nació.
Nació y ya no es nuestro hijo, sino hijos suyos nosotros; discípulos y servidores suyos.
Nuestro padre, nuestro maestro.
Bajó a decirnos lo que ignoramos, lo que escucharemos religiosamente.
Tomo mi pluma para anunciaros la buena nueva, para hacer el elogio de mi hijo.
Podéis reíros, no os oigo.
Estoy deslumbrado por el Mesías, y no distingo vuestra indiferencia.
¿Indiferencia?, ¡oh, no!
¿Qué nos queda, qué queda al destino si no viven nuestros hijos, si no son dioses en nuestro corazón y en nuestra mente?
Ellos lo son todo, toda la belleza, toda la verdad, toda la esperanza.
Por eso estoy seguro de que festejáis conmigo el nacimiento de nuestro hijo, de nuestro querido hijo que duerme.